miércoles, 4 de marzo de 2009

DEL YAQUE DEL NORTE AL OZAMA (1961-1971)

Carlos era el mejor marido del mundo y una víctima mía, con mis celos injustos, pero que el exceso de cariño los justifican.
La felicidad nos llenó cuando nació Tamarita, mi primera hija. Recuerdo las palabras de papá cuando dijo:
-¿Y a tí no dizque siempre te gustaron los animalitos? Pues ahí tienes una gatica para cuidar.
En los primeros meses, casi hasta el año, fue una niña sana. Antes de cumplir su primer año nos trasladamos a Ramón Santana, casi al dar al luz a Carlitos, mi segundo hijo, que nació allá, sano también, gracias a Dios, aunque al otro día de él nacer tuve una gravedad que me tuvo un mes al borde de la muerte, pero aun no había llegado mi hora y me recuperé.
Tamarita sufrió de colerín dos veces en un mes y desde entonces jamás ha vuelto a engordar. Estuvimos en Ramón Santana hasta septiembre. Fueron meses en blanco en nuestras vidas. Y ese tiempo nos unió mucho a Carlos y a mí, pues no salíamos a menos que fuera a San Pedro cada quince días a comprar material de lectura, porque eso era lo único que hacíamos: leer. Cuando regresamos a Montecristi pasamos un mes en casa de mis suegros hasta que nos desocuparan la casa. En el transcurso de ese tiempo fue cuando entró Minerva a nuestra vida.
Sobre mis amigas de antes: Lil se fue a vivir definitivamente a los Estados Unidos y María Elena seguía con su vida igual que siempre. No sé definir el motivo, pero podría muy bien decir que era el cambio, la vida distinta que llevábamos, el ambiente diferente, y nos fuimos distanciando poco a poco, sin darnos cuenta y no porque ninguna lo hubiese querido, sino porque así tenía que ser y nada más. Eso demuestra que a medida que uno crece y madura, las amistades de la niñez van cambiando, salvo raras exepciones. Lil comenzó a escribirme y a enviarme fotos. Estaba muy linda y de Estados Unidos se fue a Argentina, donde volvió a casarse pero esta vez con un pintor europeo y tiene dos hijos. Ella estaba feliz. Y ver a una amiga feliz me llenaba de alegría.
Mi vida trascurrió sin variación los cuatro años que comprenden mi amistad con Minerva. Luego de ella muerta quedé muy sola. Ya para ese tiempo teníamos vecinos nuevos en la casa desocupada por Minerva, Doña Africa, quien un día me llamó por la ventana de su cuarto, y yo atravesé la calle y parada en la galería me dio la terrible noticia, tan fría y cruelmente que me dejó paralizada. Sus palabras fueron estas:
-¿No sabes la noticia? Las Mirabal, se mataron! -Tan pocas palabras y tan terrible tragedia.
Un día, en un baile que las dos fuimos con nuestros esposos, era Sábado de Gloria, y se apareció Berenice y se sentó con nosotros. A mí no me gustaba ella para nada porque había sido novia de Manolo e hizo sufrir mucho a Minerva. Carlos la llamó para aclarar delante de mí esa antigua molestia mía hacia ella. Era la primera vez que la tenía cerca. Hizo esa noche todo lo posible por lucir lo más simpática posible. Estaba sentada a mi lado. Carlos y yo llevamos a Berenice a su casa a las 7 de la mañana y ya antes de las 10 estaba en casa. Era acaparante y durmió en casa varias veces en el tiempo que duró esta amistad. Ya no me resultaba odiosa y le tomé mucho cariño, pero eso no quitaba que a veces cuando la veía entrar a casa me venía el mal humor, y más después de que toda mi familia, sobre todo mamá, me manifestaron su disgusto por esa amistad, me abrieron los ojos y me hicieron ver el peligro y más sabiendo yo que las madres tienen un sexto sentido para ver lo que les conviene o no a sus hijos.
Era muy confianzuda con Carlos y en casa vieron sus antecedentes, pues ya había tenido coqueteos con Manolo y eso demostraba que le daba igual si el tipo fuera casado o no.
Cuando ella quiso viajar sola con Carlos de madrugada cuando él iba a Santo Domingo, me disgusté y se lo hice saber, pero ella no se dió por aludida.
Si salíamos los tres yo solo hacía observar a ver si veía algo entre ellos. Viviendo yo en esa tensión nerviosa, Doña Africa me dijo que desde su casa los vió besándose en mi propia galería y con la luz apagada. No sé si fue cierto o no, pero le dije que no le creía y por eso dejó de hablarme, a tal punto que si un día le mandaba un recado con mis hijos ella les decía:
-Díganle a su mamá que las enemigas no se hablan.
Después en una fiesta, y pasados unos meses, volvimos a hablarnos y todo perdonado. Como dije antes, Carlos era senador y fueron los peores meses de mi matrimonio. No sé como no me puse loca. Quizás mucha gente pensaba que me gustaba ser la mujer del "Senador", por los beneficios materiales que eso implicaba, pero todos sabían que nunca me ha gustado ni lo ficticio, ni las adulaciones ni los regalos interesados, y eso era lo que tenía durante ese tiempo. Solo me interesaba Carlos, más nada. Cuando había que ir a la capital me sentía asfixiada y corría a hospedarme donde María Elena y Carlos se alojaba en casa de la viuda del Dr. Lithgow C., su prima Isabelita T. Por cierto, aquello me daba celos. Todas las mujeres que rodeaban a Carlos eran rivales para mí. En el ambiente de la capital yo me sentía apocada.
Recuerdo, eso sí, que nos dieron pasaportes diplomáticos y viajamos por todo el continente, pero las ocupaciones, obligaciones y viajes de Carlos estaban poniendo en peligro la integridad de mi matrimonio. El último viaje que hicimos siendo Carlos senador lo hicimos con los niños.
Entonces, en 1963 vino el golpe de estado que derrocó a Bosch y me produjo una inmensa y extraña alegría que no pude disimular, aun sabiendo la gravedad del asunto pues económicamente ibamos a estar afectados en el hogar. Aun así la risa me brotaba por los ojos sin quererlo, pero me contenía todo lo posible para no molestar a Carlos, quien sabía con exactitud las cosas que iban a pasar. Yo podía sonar egoísta y poco patriota, lo sé, pero mi hogar estaba primero que un status. Estuvimos practicamente escondidos porque a los legisladores los estaban apresando y a muchas personas las deportaban. Pero pudimos salir. Todos estaban nerviosos pues las comunicaciones estaban suspendidas y no sabían nada de nosotros. Luego todo volvió a la normalidad, sin trabajo pero felices.
Volvimos a ser una familia normal de nuevo. Nuestros mejores amigos para entonces eran una pareja de esposos de San Juan: Rafael y Tatá, quien me convenció de tener un tercer hijo. Y tuve a Luciano, en septiembre de 1965. En 1971 Carlos fue nombrado en la capital en un gran puesto del gobierno y tuvimos que dejar Montecristi y comenzar una nueva vida en la gran urbe capitaleña.

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